El 8 de marzo de 2017 fue uno de esos días que quedarán marcados para siempre en la mente de todos los culés. El FC Barcelona, tras caer por 4-0 en el Parque de Los Príncipes, consiguió darle la vuelta a la eliminatoria y acceder a cuartos de final al conseguir una machada histórica. Fue un partido agónico de principio a fin. Tras estar a un gol de empatar la eliminatoria, el tanto de Cavani heló a un Camp Nou abarrotado que parecía terminar con las esperanzas de remontada. Pero un gol de Neymar en el 87 dio alas al equipo para anotar dos goles más y lograr una clasificación épica que hizo estallar de júbilo a la grada.

Sin embargo, yo tenía pocas (ninguna) esperanza de que el Barça pudiera pasar a cuartos tras el resultado cosechado en París. Así fue como viví una remontada histórica:

Volvía la Champions tras dos meses de larga espera. Era San Valentín y, aunque yo no pudiera celebrar mi amor con nadie, era un día especial porque mis padres cumplían 25 años juntos. Y qué mejor modo de conmemorar esa gran fecha con una victoria de tu equipo en la Liga de Campeones. Pero el Barça sucumbió y fue superado durante todo el partido por el Paris Saint Germain, que terminó con 4-0 en el marcador.

Fue un golpe duro, muy duro. Pero aún quedaba la vuelta. Alfredo Duro salía pocas horas después del partido en “El Chiringuito” diciendo que el Barça se iba “al carrer”. Lo afirmaba con total rotundidad y, sinceramente, no le faltaba razón. Yo pensaba igual que él. Remontar un 4-0 era prácticamente imposible. Ningún equipo lo había logrado antes y, viendo la imagen del Barça en París, mi confianza en una posible remontada brillaba por su ausencia.

El siguiente partido del Barcelona tras la debacle fue contra el Leganés, y los de Luis Enrique se llevaron los tres puntos con un gol de Messi de penalti en el descuento. Las sensaciones eran malas y la hipotética remontada me seguía pareciendo una utopía.

Pero el Barça fue al Calderón y todo cambió. El cuadro blaugrana ganó 1-2 y la victoria inyectó un chute de confianza inmenso en la plantilla. Los siguientes partidos se ganaron 5-0 y 6-1 ante Celta y Sporting. Ambos resultados valían al conjunto azulgrana para dar la vuelta a la eliminatoria, pero, aunque el equipo transmitía mejores sensaciones, continuaba viendo inviable que el Barça pudiera eliminar al PSG.

Llegó el día del partido y mis esperanzas en una posible remontada seguían sin aparecer. Mis amigos intentaban convencerme de que la hazaña era posible, pero mi pensamiento no cambiaba. “Quedaremos 3-1”, comenté a mis compañeros. Ellos creían, pero mi pensamiento era firme: el Barça iba a caer eliminado.

20:40 horas. Llego a casa de mi tío, donde veo los partidos más importantes. Me siento en el sofá invadido por un pesimismo que parece no tener fin. El árbitro pita el inicio del partido. Suárez anota en el minuto 3 y Kurzawa introduce el balón en su propia portería antes de llegar al minuto 45. 2-0 al descanso. Ahí empecé a creer por primera vez y, aunque lo seguía viendo muy complicado, el pesimismo iba difuminándose poco a poco para ser reemplazado por una ilusión en alza.

Después de comerme unas tostadas con aceite y sal durante el descanso, una costumbre que nació hace más de diez años y que sigue repitiéndose a día de hoy, arrancó la segunda parte. Messi anota el tercero de penalti. Un solo gol aleja al Barça de la prórroga. La remontada está más cerca que nunca. Pero apareció Cavani para silenciar el Camp Nou. Emery enloquecía en la banda, con la sensación de dejar la eliminatoria sentenciada. La remontada se desvanecía como la niebla al salir el sol, ya que el Barça necesitaba tres goles en media hora para clasificarse, algo que ni el más optimista podría imaginar.

Comentaba a mis amigos por WhatsApp que el resultado que predije se estaba cumpliendo. Ellos seguían insistiendo en que quedaba mucho partido por delante, pero yo perdí toda confianza, y la desilusión brotaba de nuevo en mi interior.

Entonces, llegó el minuto 87. Falta a favor del Barça. Neymar coloca el balón y da unos pasos hacia atrás. Respira. Ajusta el punto de mira. Golpea y gol. Tímida reacción del estadio. Era el gol de consolación. Luis Enrique aplaudía con desgana y dos goles separaban al FC Barcelona de cuartos de final. La remontada parecía quimérica. Pero en la siguiente jugada, Suárez cayó dentro del área. Penalti. El Camp Nou resucitó. Messi cedió el lanzamiento a Neymar, y el brasileño no perdonó. 5-1 en el marcador y cinco minutos de descuento por delante. El pánico comenzaba a sobrevolar la mente de los futbolistas parisinos, que veían como una eliminatoria que tenían en el bolsillo podía acabar en un ridículo histórico. Yo volvía a creer que era posible.

El Barça atacaba en busca del sexto tanto y, tras un centro de Neymar, el tan ansiado gol acabó llegando tras hacer oda a la épica. Sergi Roberto fue el único que creyó en llegar a ese balón que parecía marcharse fuera y puso el pie para mandar el cuero al fondo de la red. Yo, que suelo enloquecer al celebrar goles importantes, incluso “perdiendo el oremus” en ciertas ocasiones, me quedé parado. Atónito. En un primer momento dudé si el árbitro había señalado fuera de juego, pero el gol era totalmente legal.  En el Camp Nou se vivían escenas emotivas: Luis Enrique corría como si fuera un chaval, se derramaban lágrimas en los ojos de los aficionados al mismo tiempo que se enfundaban en abrazos con desconocidos. Todo esto acompañado de gritos de alegría y de júbilo al mismo tiempo que Messi dejaba una imagen para la historia y los jugadores del PSG se hundían como el Titanic.

Pero yo no sabía qué hacer. La locura que normalmente me invade no surgió en ese momento.  Tanto mi tío como yo tuvimos una reacción de incredulidad, de no creer que el Barça hubiera conseguido remontar. Pero lo consiguió. Fue una noche mágica, una de esas noches históricas que se viven una vez cada dos décadas. Fue la noche del 8 de marzo de 2017.

Adrià Regàs @arq1027

Colaborador

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